lunes, 2 de enero de 2017

LAS GLORIAS DE MARÍA , San Alfonso María de Ligorio

3 de enero

INTRODUCCIÓN

Querido lector y hermano mío en María: la devoción que me ha movido a
escribir este libro y ahora te mueve a ti a leerlo, nos hacen hijos afortunados de esta
buena Madre; si acaso oyes que me he fatigado en vano componiéndolo habiendo
ya tantos y tan celebrados que tratan del mismo asunto, responde, te lo ruego, con
las palabras que dejó escritas el abad Francón en la biblioteca de los Padres: que
alabar a María es una fuente tan abundante que cuanto más se saca de ella tanto
más se llena, y cuanto más se llena tanto más se difunde. Viene a decir que esta
Virgen bienaventurada es tan grande y sublime, que por más alabanzas que se le
hagan, muchas más le quedan por recibir. De tal manera que, al decir de san
Agustín, no bastan para alabarla como se merece las lenguas de todos los hombres,
aunque todos sus miembros se convirtieran en lenguas.
He leído innumerables libros, grandes y pequeños, que tratan de las glorias
de María; pero considerando que éstos eran o raros o voluminosos, y no según mi
propósito, he procurado recoger brevemente en este libro, de entre los autores que
han llegado a mis manos, las sentencias más selectas y sustanciosas de los santos
padres y teólogos. De este modo los devotos, cómodamente y sin grandes gastos,
podrán inflamarse en el amor a María con su lectura. En especial he procurado
ofrecer materiales a los sacerdotes para promover con sus predicaciones la
devoción hacia nuestra Madre.
Acostumbran los amantes hablar con frecuencia de las personas que aman
y alabarlas para cautivar para el objeto de su amor la estima y las alabanzas de los
demás. Muy escaso debe ser el amor de quienes se vanaglorian de amar a María,
pero después no piensan demasiado en hablar de ella y hacerla amar de los demás.
No actúan así los verdaderos amantes de nuestra Señora. Ellos quieren alabarla
sobre todo y verla muy amada por todos. Por eso, siempre que pueden, en público y
en privado, tratan de encender en el corazón de todas aquellas benditas llamas de
amor a su amada Reina, en las que se sienten inflamados.
Para que cada uno se persuada de cuánto importa para su bien y el de los
pueblos promover la devoción a María, ayudará escuchar lo que dicen los doctores.
Dice san Buenaventura que quienes se afanan en propagar las glorias de María
tienen asegurado el paraíso. Y lo confirma Ricardo de San Lorenzo al decir que
honrar a esta Reina de los Ángeles es conquistar la vida eterna. Porque nuestra
Señora, la más agradecida, añade el mismo, se empeñará en honrar en la otra vida
al que en esta vida no dejó de honrarla. ¿Quién no conoce la promesa de María en
favor de los que se dedican a hacerla conocer y amar? La santa Iglesia le hace decir
en la fiesta de la Inmaculada Concepción: “Los que me esclarecen, obtendrán la
vida eterna” (Eclo 24, 31). “Regocíjate, alma mía –decía san Buenaventura, que
tanto se esforzó en pregonar las alabanzas de María–; salta de gozo y alégrate con
ella, porque son muchos los bienes preparados para los que la ensalzan”. Y puesto
que las sagradas Escrituras, añadía, alaban a María, procuremos siempre celebrar a
esta divina Madre con el corazón y con la lengua para que al fin nos lleve al reino de
los bienaventurados.
Se lee en las revelaciones de santa Brígida que, acostumbrando el obispo
B. Emigdio a comenzar sus predicaciones con alabanzas a María, se le apareció la
Virgen a la santa y le dijo: Hazle saber a ese prelado que comienza sus
predicaciones alabándome, que yo quiero ser para él una madre, tendrá una santa
muerte y yo presentaré su alma al Señor. Y, en efecto, aquel santo murió rezando y
con una paz celestial. A otro religioso dominico, que terminaba sus predicaciones
hablando de María, se le apareció en la hora de la muerte, lo defendió del demonio,
lo reconfortó y llevó consigo su alma al paraíso. El piadoso Tomás de Kempis
presentaba a María recomendando a su Hijo a quienes pregonan sus alabanzas, y
diciendo así: “Hijo, apiádate del alma de quien te amó a ti y a mí me alabó”.
Por lo que mira al provecho de los fieles, dice san Anselmo que habiendo
sido el sacrosanto seno de María el camino del Señor para salvar a los pecadores,
no puede ser que al oír las predicaciones sobre María no se conviertan y se salven
los pecadores. Y si es verdadera la sentencia, como yo por verdadera la tengo y lo
probaré en el capítulo V, que todas las gracias se dispensan sólo por manos de
María y que todos los que se salvan sólo se salvan por mediación de esta divina
Madre, se ha de concluir necesariamente que de predicar a María y confiar en su
intercesión depende la salvación de todos. Así santificó a Italia san Bernardino de
Siena; así convirtió provincias santo Domingo; así san Luis Beltrán en todas sus
predicaciones no dejaba de exhortar a la devoción a María; y así tantos y tantos.
El P. Séñeri el joven, célebre misionero, en todas sus misiones predicaba
sobre la devoción a María, y a ésta la llamaba su predicación predilecta. Y nosotros
(los redentoristas) en nuestras misiones, en que tenemos por regla inviolable el no
dejar nunca el sermón de la Señora, podemos atestiguar con toda verdad que
ninguna predicación produce tanto provecho y compunción en los pueblos como
ésta de la misericordia de María. Digo “de la misericordia de María” porque, como
dice san Bernardo: “Alabamos su humildad, admiramos su virginidad, pero a los
indigentes les sabe más dulce su misericordia: a la misericordia nos abrazamos con
amor, la recordamos con frecuencia y más a menudo la invocamos”.
Por eso dejo para otros describir los grandes privilegios de María, que yo,
sobre todo, voy a hablar de su gran compasión y de su poderosa intercesión. Para
eso he recogido durante años y con mucho trabajo cuanto he podido de lo que los
santos padres y otros célebres escritores han dicho de la misericordia y del poder de
María. Y ya que en la excelente oración de la Salve Regina, aprobada por la santa
Iglesia y que manda rezar a los clérigos la mayor parte del año, se encuentran
descritas maravillosamente la misericordia y el poder de la Virgen santísima, me he
propuesto exponer en varios capítulos esta devotísima oración. He creído además
hacer algo muy agradable a los devotos de María, añadiéndole lecturas o discursos
sobre las fiestas principales y sobre las virtudes de esta divina Madre. Y añadiendo
al final las prácticas de devoción más frecuentes usadas por sus devotos y
aprobadas por la Iglesia.
Piadoso lector, si como lo espero, es de tu agrado esta mi obrita, te ruego
me encomiendes a la Virgen santa para que me dé una gran confianza en su
protección. Pide para mí esta gracia, que yo pediré para ti también, quien quiera que
seas que me hagas esta caridad, las mismas gracias.
Dichoso el que se aferra con amor y confianza a estas dos áncoras de
salvación, quiero decir a Jesús y a María; ciertamente que no se perderá.
Digamos, pues, de corazón juntos, lector mío, con el devoto Alonso
Rodríguez: “Jesús y María, mis dulcísimos amores, por vosotros padezca, por
vosotros muera; que sea todo vuestro y nada mío”. Amemos a Jesús y a María y
hagámonos santos, que no hay mayor dicha que podamos esperar y obtener de
Dios.
Adiós, hasta que nos veamos en el paraíso a los pies de nuestra Madre y de
su Hijo, alabándolos, agradeciéndoles y amándoles juntos, cara a cara, por toda la
eternidad. Amén.
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