Evangelio de hoy
Lectura del santo evangelio según san Juan (14,7-14):
«Si me conocierais a mí, conoceríais también a mi Padre. Ahora ya lo conocéis y lo habéis visto».
Felipe le dice:
«Señor, muéstranos al Padre y nos basta».
Jesús le replica:
«Hace tanto que estoy con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe? Quien me ha visto a mí ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: “Muéstranos al Padre”? ¿No crees que yo estoy en el Padre, y el Padre en mí? Lo que yo os digo no lo hablo por cuenta propia. El Padre, que permanece en mí, él mismo hace las obras. Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre en mí. Si no, creed a las obras.
En verdad, en verdad os digo: el que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y aun mayores, porque yo me voy al Padre. Y lo que pidáis en mi nombre, yo lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo. Si me pedís algo en mi nombre, yo lo haré».
Palabra del Señor Queridos hermanos:
Seamos honestos: ¿qué vemos cuando vemos a Jesús? ¿De verdad descubrimos inmediatamente a Dios cuando miramos a Cristo? ¿No esperamos, en realidad, secretamente, que haya algo más de lo que vemos y tenemos, algo más que Cristo para llegar a Dios? ¿No nos parece poco el Evangelio? ¿No deberíamos abandonarnos al Espíritu, que es mayor que Cristo y más libre y más capaz de transformarnos?
Puede que Felipe no fuera versado en latines, pero tampoco era ingenuo. La suya es una de las peticiones más complejas y más profundas del Evangelio: «Señor, muéstranos al Padre y nos basta». ¿Es que acaso Felipe no comprendía a aquel por quien había dejado casa, tierra y heredad? ¿Acaso era completamente sordo a sus palabras, absolutamente ciego a sus obras? Quizá no fuera esto... Quizá pensara, inconscientemente, que un hombre es poca cosa para mostrarnos a Dios, por más que sea su Mesías. ¿Es tan descabellada esta inquietud? ¿Acaso no quedaría algo por decir acerca de Dios cuando Jesús murió? ¿No habría algo más allá, algo por descubrir? ¿Estamos condenados a vivir de palabras y obras tan limitadas y lejanas en el tiempo como las del Nazareno?
Después de veinte siglos de cristianismo, ya no nos es tan difícil comprender lo que les costaba entender a los judíos con quienes se encontraron Pablo y Bernabé: que el Evangelio de Jesús es para todos. Pero –al menos a mi juicio- la petición de Felipe sigue en pie: seguimos sospechando que Jesús no es todo el Evangelio. La vieja utopía de Joaquín de Fiore, que anunciaba la irrupción de una edad en que Cristo sería superado por el Espíritu, ¿no está en el fondo de muchas de nuestras quejas, de nuestros escepticismos, de nuestro anticlericalismo, de nuestra tibieza?
Si en Cristo lo tenemos todo, porque Él está en el Padre y el Padre en Él, ¿qué más necesitamos para vivir a fondo y dar a conocer su salvación? Nos llevará toda una vida entrar por la puerta que es Cristo, porque la fe requiere la paciencia y la mansedumbre de lo que se arraiga poco a poco. Ahora bien, si ya hemos conocido la puerta de Dios, ¿por qué andar tanteando la pared en busca de ventanas?
viernes, 27 de abril de 2018
LAS GLORIAS DE MARIA SAN ALFONSO MARIA DE LIGORIO
4. María acude pronto con su misericordia
Ya anunció el profeta Isaías que, con la gracia de la Redención de los
hombres, había de establecerse para todos ellos, un trono de divina misericordia.
“Su trono se ha de fundar sobre la misericordia” (Is 16, 5). ¿Cuál es este trono?,
pregunta san Buenaventura, y responde: Este trono es María, junto al cual, justos y
pecadores, encuentran el consuelo de su misericordia. Así como el Señor está lleno
de piedad, así también lo está nuestra Señora; y lo mismo que el Hijo, así también la
Madre no sabe negar su misericordia a quien la invoca. El abad Guérrico hace
hablar a Jesús de este modo dirigiéndose a su Madre: “Madre mía, en ti he colocado
el trono de mi imperio, pues por tu medio concederé todas las gracias que se me
pidan. Tú me has dado el ser hombre, y yo te doy el ser como Dios, o sea, todo el
poder para ayudar a salvar a los que quieras.
Un día en que santa Gertrudis rezaba con afecto de la Madre de Dios
aquella oración: Vuelve a nosotros estos tus ojos misericordiosos”, vio que la
Santísima Virgen le indicaba los ojos del Hijo que tenía en brazos, y le decía: “Estos
son los ojos misericordiosos que yo puedo inclinar para salvar a todos los que me
invocan”. Lloraba una vez un pecador ante una imagen de María, pidiéndole que le
obtuviera el perdón de Dios; y oyó que la Virgen, vuelta hacia el niño que tenía en
sus brazos le dijo: “¿Se perderán estas lágrimas, Hijo mío?” Y se le dio a entender
que Jesucristo le había perdonado.
Y ¿cómo podrá perderse jamás el que se encomienda a esta buena Madre,cuando el Hijo, que es Dios, ha prometido por su amor, y porque a él así le place,
tener misericordia con todos los que a ella se encomiendan? Esto le reveló el Señor
a santa Brígida, haciéndole oír estas palabras que le decía a María: “Por mi
omnipotencia, Madre venerada, te he concedido el perdón de todos los pecadores
que invocan con piedad tu auxilio, de la manera que a ti te agrade”. Considerando el
abad Adán de Perseigne, el gran poder que tiene María para con Dios, y su gran
piedad para con nosotros, desbordando confianza le dice: “¡Madre de misericordia,
tan grande es tu poder, como tu piedad! Tan piadosa eres para perdonar, como
poderosa para alcanzar perdón. ¿Cuándo se ha dado el caso de que no hayas
tenido compasión de los desdichados siendo la Madre de la misericordia? Y
¿cuándo se ha visto que no puedas ayudar, siendo la Madre del Todopoderoso?
Con la misma facilidad con que conoces nuestras miserias, las remedias cuando
quieres”. Alégrate –le dice el abad Ruperto– alégrate, excelsa Reina, de la gloria de
tu Hijo, y por compasión, no por nuestros méritos, danos de lo que te sobra a
nosotros tus humildes siervos e hijos.
Y si tal vez nuestros pecados nos hacen desconfiar, digámosle con
Guillermo de París: Señora, no presentes mis pecados en mi contra, porque yo les
opondré tu misericordia. Y jamás se diga que mis pecados pueden competir y
vencer a tu misericordia, que es más poderosa para obtenerme el perdón, que todos
mis pecados para condenarme.
4. María acude pronto con su misericordia
Ya anunció el profeta Isaías que, con la gracia de la Redención de los
hombres, había de establecerse para todos ellos, un trono de divina misericordia.
“Su trono se ha de fundar sobre la misericordia” (Is 16, 5). ¿Cuál es este trono?,
pregunta san Buenaventura, y responde: Este trono es María, junto al cual, justos y
pecadores, encuentran el consuelo de su misericordia. Así como el Señor está lleno
de piedad, así también lo está nuestra Señora; y lo mismo que el Hijo, así también la
Madre no sabe negar su misericordia a quien la invoca. El abad Guérrico hace
hablar a Jesús de este modo dirigiéndose a su Madre: “Madre mía, en ti he colocado
el trono de mi imperio, pues por tu medio concederé todas las gracias que se me
pidan. Tú me has dado el ser hombre, y yo te doy el ser como Dios, o sea, todo el
poder para ayudar a salvar a los que quieras.
Un día en que santa Gertrudis rezaba con afecto de la Madre de Dios
aquella oración: Vuelve a nosotros estos tus ojos misericordiosos”, vio que la
Santísima Virgen le indicaba los ojos del Hijo que tenía en brazos, y le decía: “Estos
son los ojos misericordiosos que yo puedo inclinar para salvar a todos los que me
invocan”. Lloraba una vez un pecador ante una imagen de María, pidiéndole que le
obtuviera el perdón de Dios; y oyó que la Virgen, vuelta hacia el niño que tenía en
sus brazos le dijo: “¿Se perderán estas lágrimas, Hijo mío?” Y se le dio a entender
que Jesucristo le había perdonado.
Y ¿cómo podrá perderse jamás el que se encomienda a esta buena Madre,cuando el Hijo, que es Dios, ha prometido por su amor, y porque a él así le place,
tener misericordia con todos los que a ella se encomiendan? Esto le reveló el Señor
a santa Brígida, haciéndole oír estas palabras que le decía a María: “Por mi
omnipotencia, Madre venerada, te he concedido el perdón de todos los pecadores
que invocan con piedad tu auxilio, de la manera que a ti te agrade”. Considerando el
abad Adán de Perseigne, el gran poder que tiene María para con Dios, y su gran
piedad para con nosotros, desbordando confianza le dice: “¡Madre de misericordia,
tan grande es tu poder, como tu piedad! Tan piadosa eres para perdonar, como
poderosa para alcanzar perdón. ¿Cuándo se ha dado el caso de que no hayas
tenido compasión de los desdichados siendo la Madre de la misericordia? Y
¿cuándo se ha visto que no puedas ayudar, siendo la Madre del Todopoderoso?
Con la misma facilidad con que conoces nuestras miserias, las remedias cuando
quieres”. Alégrate –le dice el abad Ruperto– alégrate, excelsa Reina, de la gloria de
tu Hijo, y por compasión, no por nuestros méritos, danos de lo que te sobra a
nosotros tus humildes siervos e hijos.
Y si tal vez nuestros pecados nos hacen desconfiar, digámosle con
Guillermo de París: Señora, no presentes mis pecados en mi contra, porque yo les
opondré tu misericordia. Y jamás se diga que mis pecados pueden competir y
vencer a tu misericordia, que es más poderosa para obtenerme el perdón, que todos
mis pecados para condenarme.
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